La Comunidad de Madrid ha aprobado recientemente un Decreto sobre Convivencia, supuestamente encaminado a solucionar los problemas de convivencia en los centros escolares y que, en nuestra opinión, creará con su aplicación muchos más problemas de los que pretende solucionar. Es una normativa eminentemente represora que consagra el orden impuesto, el poder del más fuerte, que conculca los derechos del niño y lleva la judicialización de la vida escolar hasta límites difícilmente aceptables.
Pero no estamos seguros de que otra normativa, como la “Ley Integral por la Convivencia Escolar”, propuesta por los Sindicatos CCOO y UGT y la FAPA “Giner de los Ríos”, sea la alternativa adecuada, aunque valoramos tanto su intención, diametralmente opuesta a la de la Comunidad, como algunas de las iniciativas que incluye, basadas en principios educativos que apoyamos.
Nos parece que la convivencia no debe estar regulada por ley. En todo caso, son las leyes educativas las que tienen que estar definidas en clave de convivencia, porque educación y convivencia están indisolublemente unidas y no pueden aparecer en leyes separadas. Cualquier medida legislativa exclusivamente dedicada a la convivencia corre el riesgo de convertirse en reglamento; inevitablemente ha de contener derechos, deberes, faltas y sanciones. Y no son este tipo de medidas las que sirven para solucionar los problemas de convivencia; como mucho, para controlarlos, cuando los problemas ya son difícilmente solucionables.
Hay otro aspecto de la vía legislativa que nos preocupa y es el de aquellos que se encargan de hacer las leyes. ¿Cómo poner cualquier legislación sobre convivencia en manos de personas, como nuestros legisladores actuales, que nos muestran habitualmente su incapacidad para la misma? ¿Podemos ignorar el espectáculo parlamentario (y de otros ámbitos legislativos) del insulto, la difamación, la mentira, el abucheo, la falta de respeto a las opiniones diferentes, la ausencia de diálogo, la búsqueda de la derrota del adversario como principal objetivo? Es duro aceptar que sean ellos los que van a ocuparse de que los niños y jóvenes aprendan a convivir.
La convivencia en los centros escolares ha de abordarse desde otras posiciones y, por eso, queremos reiterar aquí solo algunas de las ideas que hemos manifestado otras veces en relación con este tema.
Para empezar, todas estas iniciativas que se están adoptando en los últimos tiempos están motivadas principalmente, por las acciones agresivas y violentas que se dan entre el alumnado, que ni son un fenómeno tan alarmantemente habitual como nos quieren hacer ver, ni el único aspecto de la convivencia que desde la educación se tiene que abordar. En cualquier caso, esas relaciones de violencia, responden a causas que exceden el ámbito escolar. Son el producto de una educación desarrollada en el seno de una sociedad radicalmente violenta, asentada en la explotación de los más, en el poder del más fuerte, en la falta de respeto a los derechos humanos, en la competencia feroz, en la consecución del máximo beneficio por encima de todo, en el consumo y desarrollos agresivos e insostenibles, en la extensión del miedo, en la anulación del otro y de la diferencia…
Este funesto marco social hace todavía más necesario enfocar la convivencia como un aprendizaje y una práctica enraizada en el propio proceso educativo. El aprendizaje de la convivencia en los centros tiene que estar basado en las relaciones educativas y afectivas que se establecen en ellos, entre educadores y educandos, y unos y otros entre sí. Y eso solo es posible cuando los educandos son sujetos de su aprendizaje y todo el proceso se plantea como construcción de personas. Debe ser un proceso abierto de diálogo, de escucha, de empatía, de respeto profundo a la identidad y a la diferencia de cada uno, en el que se practiquen los valores positivos del trabajo cooperativo y del aprendizaje compartido. Es la única forma de que los centros se convierten en comunidades de convivencia y aprendizaje.
Eso no se consigue por ley, sino por el convencimiento, la visión y la práctica del profesorado y las familias. Es responsabilidad, por tanto, de las instituciones y de las organizaciones relacionadas con la educación trabajar por un cambio profundo en las estructuras sociales de convivencia, en las estructuras escolares y en la forma de pensar de todos los que intervienen en el ámbito educativo. Y, antes que recurrir a leyes específicas, favorecer ese cambio, con investigaciones y propuestas propias, pero también, descubriendo, apoyando y difundiendo los proyectos y experiencias que ya están funcionando y desarrollando en la práctica una mejor convivencia en los centros.