Desde el comienzo de la Democracia en nuestro país hemos asistido al intento de lograr, por parte de las fuerzas políticas, un consenso suficiente que permitiese a las Leyes que se dictaban, especialmente las consideradas orgánicas, alcanzar la necesaria estabilidad. Esto posibilita que la evaluación de la eficacia de las mismas, cuando ésta se pone en marcha, pueda hacerse como fruto de los resultados de su aplicación y no sólo de los enfrentamientos originados por las posturas ideológicas de base.
Curiosamente, las leyes educativas, nada menos que once, cinco de las cuales han establecido las bases del Sistema Educativo General no universitario, no han gozado del mismo beneficio, es decir, no han nacido como fruto de un consenso general, siempre han provocado en la Oposición la promesa electoral de su modificación cuando llegara al Gobierno y no se han evaluado con el rigor necesario. Sin embargo, en su intento por lograr el mencionado consenso, si han sufrido modificaciones respecto de las posiciones de partida que, especialmente en la última de ellas, la LOE de 2006, han dejado sin efecto muchas propuestas iniciales de mejora que constituían su originalidad.
Esta realidad es quizá una representación de la que se ha ido produciendo en la evolución de la sociedad, la que surge como consecuencia de dejar de valorar el fin último de lo que se pretende regular, en este caso de la Educación. Y es que se requiere de un marco normativo a partir de los intereses que le son propios y no desde otros ajenos a su naturaleza.
Quizá convendría en este punto recordar algunos aspectos que debieran enmarcar la posible valoración y contraste de estas cinco leyes educativas. Según el artículo 27.2 de la Constitución, el objeto de la educación, es el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales. El apartado primero del mismo establece que este derecho a la educación es de todos, lo que incluye lo establecido en el artículo 14, el que contempla que no puede hacerse discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social. Refleja igualmente que la libertad de enseñanza, y por tanto la de cátedra que se reconoce en el artículo 20.1.c, es general y que toda la comunidad educativa, tal como establece el apartado 7 del citado artículo 27, profesorado, familias y alumnado, tienen derecho a intervenir en el control y gestión, no sólo a participar, de todos los centros sostenidos con fondos públicos.
Este es el marco general que debería establecer las bases para la elaboración de las leyes educativas, pero la realidad es que su desarrollo siempre está condicionado por las razones arriba mencionadas. Éste ha sido muy diverso en las distintas leyes, con frecuencia de signo contrario y por desgracia con una evolución restrictiva desde la primera de ellas, la LODE de 1985.
La LODE de 1985, de Organización del Sistema Educativo, fue la ley más corta, clara y concreta. Desarrolló por primera vez los principios educativos de la nueva Constitución española, los derechos y libertades universales relacionados y organizó la participación en la gestión y el gobierno democráticos de los centros. A pesar del consenso buscado en su proceso de elaboración, y que no obtuvo, permitió sin embargo la fijación de una doble red de centros públicos; quedó fijada con ello la presencia de la escuela privada en la red pública de la mano de los conciertos y los convenios.
La LOGSE de 1990, de nueva Ordenación del Sistema Educativo, extendió la escolarización obligatoria. Por un lado lo hizo desde el comienzo de la vida, al entender que la dependencia de la persona adulta, manifestada en las primeras edades, justifica el cuidado que los poderes públicos han de tener respecto a la calidad de la influencia educativa que ofrecen a las criaturas. Por otro, abarcó hasta los dieciséis años intentando resolver la contradicción que había venido impidiendo el acceso al mundo laboral de quienes habiendo terminado los estudios básicos no tenían aún edad legal para ello. Desarrolló los principios constitucionales en los fines de la educación manifestados y en las capacidades generales, las que consideraba necesario potenciar para alcanzar ese desarrollo integral de la personalidad que se declaraba objeto de la educación en el texto constitucional. Así justificó su apuesta por una educación comprensiva, al tiempo que optativa, por una profunda reforma de la Formación Profesional y por la integración de las Necesidades Educativas Especiales, extendiendo su incorporación a todos los niveles del Sistema Educativo. Sin embargo, en aras también a un consenso que no obtuvo, sentó bases cuyo desarrollo permitieron, por ejemplo, el inicio de la ruptura de la etapa de Educación Infantil que ella misma instauraba; tampoco se atrevió a desarrollar la no confesionalidad del Estado en una plasmación laica de la Educación. Tuvo, además, falta de recursos para ser implementada y contó con la desgracia de que las etapas más difíciles para ser asumidas y puestas en marcha por los docentes, la de Educación Secundaria y Bachillerato, no gozaron del apoyo masivo de los mismos; circunstancia condicionada en buena medida por un formación de origen que no estaba encaminada en principio a la docencia y fomentada por una Administración educativa con un signo político enfrentado a la misma. Se dio la paradoja de que el partido que había explicitado que a su llegada al poder cambiaría la Ley, se vio en la tesitura de implantarla, y lo hizo con escasísimas ganas, en estas etapas.
La LOPEG de 1995, nueva Ley de Organización, tras unos años de aplicación de la LODE y la constatación de algunos de los problemas derivados, optó, como solución, por el recorte de libertades de la Comunidad Educativa y potenció la jerarquización de sus órganos colegiados. El funcionamiento democrático de los centros era un aprendizaje y, como cualquier otro, había dado lugar a enormes ventajas pero también a problemas de comprensión y ajuste que, sin embargo, no era mayores que los que manifestó toda la sociedad española, que hubo de aprender a convivir en libertad y, por tanto, con responsabilidad. Las dificultades para organizar los equipos, los enfrentamientos entre distintas facciones organizadas algunas veces en torno a afinidades personales más que pedagógicas, la inhibición cotidiana de profesionales o la sensación de paralización de actuaciones por falta de acuerdo fueron situaciones reales que precisaban tiempo para su autogestión y autorregulación. La respuesta administrativa optó por la vía de la mayor normativización y por el refuerzo de los equipos directivos, tanto desde la perspectiva de su formación como desde los beneficios obtenidos por ejercer esos puestos o por el aumento de poder respecto al resto de la comunidad educativa. A pesar de ello esta Ley tampoco obtuvo el anhelado consenso absoluto.
La LOCE de 2002, tras una campaña de sensibilización popular y mediática, muy condicionada por mensajes populistas, pretendió superar a las anteriores leyes, convirtiéndose al tiempo en ley de Organización y de Ordenación. Este proceso adoleció de la carencia de una evaluación rigurosa y contrastada de las diversas y nuevas variables que estaban influyendo en el Sistema Educativo, lo que hubiese permitido obtener un diagnóstico fiable y válido, en términos de ciencia estadística, que, como resultado de la aplicación de las leyes anteriores, permitieran afianzar los aspectos que estaban manifestado su eficacia, al tiempo que abordar con rigor sus fallos y establecer reajustes precisos. La necesidad de la implantación de esta nueva Ley partió así de hipótesis no contrastadas y resolvió fórmulas de mejora que no sólo no estaban avaladas por el conocimiento sociopsicopedagógico, como respuesta a los problemas planteados, sino que no dejaban de ser respuestas añejas a realidades nuevas. Si bien estas fórmulas añejas estaban en el ideario popular porque fueron los criterios con los que se había educado a la población adulta en su infancia, sin embargo lo que se ocultaba es que no fueran las idóneas para la realidad cambiante y diversa a la que se pretendía aplicarlas.
Sin tomar en consideración qué indicadores del Sistema mostraban o no la calidad del mismo, para lo que ya se disponían de abundantes estudios nacionales e internacionales que lo hubiesen permitido, la LOCE decidió priorizar el esfuerzo y la exigencia personal del alumnado sobre el del resto de variables, independientemente de tomar en consideración de modo efectivo variables sociodemográficas que condicionan desigualdades de acceso y de permanencia en el sistema educativo. Es preciso relacionar este Eje de la Ley con el que identifica como la necesidad de reforzar significativamente un sistema de oportunidades de calidad para todos. Un elemento clave añadido para valorar el peso real que se dio a estos aspectos fue la falta de memoria económica en esta Ley y el modo en que planteó otro de sus pilares: un sistema de evaluación orientado abiertamente hacia los resultados según indicadores cuantificables y orientados hacia las necesidades de mercado, no hacia el conocimiento de las necesidades de desarrollo integral de la personalidad y a su cobertura. Los itinerarios formativos, es decir la segregación, serían la respuesta para quienes no pudiesen alcanzar las metas propuestas, los currículos debían ser eminentemente reproductores de conocimiento y dejar de lado los aspectos productores y creativos que había introducido la LOGSE y que, adecuadamente desarrollados, habrían permitido, por fin, consolidar el cambio de rumbo de la enseñanza permitiendo con ello aprender a aprender; una competencia esencial en el mundo actual si se quiere preparar realmente al alumnado para empezar a gestionar la enorme cantidad de conocimientos disponibles. El desarrollo de un espíritu crítico, reflexivo y selectivo que les permita ser centros de su aprendizaje y ciudadanos íntegros es, además, fundamental para poder identificar problemas importantes y aportar soluciones en este mundo global y complejo; cualidades que, curiosamente, son las requeridas en todos los ámbitos de trabajo. El endurecimiento de la evaluación, identificado como elemento necesario para fomentar ese esfuerzo personal, permitiría decidir antes a quiénes no eran válidos. Los anteriores Programas de Diversificación Curricular, vía fundamental de atención a la diversidad en la ESO, no eran ya necesarios en este nuevo espíritu. La Educación Infantil perdía su primer ciclo que pasaba a denominarse Educación Preescolar, pero fuera del Sistema General. Las Necesidades Educativas Específicas, nueva denominación en esta Ley, se desequilibraban en un tratamiento que priorizaba la respuesta al alumnado con sobredotación. El apoyo a la formación y mejora del profesorado y el refuerzo de la autonomía de los centros, cuarto y quinto de sus Ejes respectivamente, se tradujeron en el texto legal en un recorte drástico de la participación democrática que ya no estaría vinculada al gobierno y gestión de los centros, en la mayor jerarquización de los equipos educativos y en la pérdida de la autonomía pedagógica que suponía la contextualización de las enseñanzas establecidas por las Administraciones Educativas mediante sus Proyectos Curriculares.
Fue la Ley educativa que menos consenso obtuvo en su aprobación, aunque la mayoría absoluta del partido en el Gobierno fue suficiente para que viese la luz.
Un nuevo cambio de Gobierno paralizó la LOCE y nuevamente se puso en marcha el proceso de elaboración de la última de estas Leyes: la LOE de 2006, ley que aspira también a serlo de organización y de ordenación.
La comunidad Educativa albergó esperanzas de que quizá por fin pudiésemos disponer de un marco normativo que, fruto de un chequeo profundo del Sistema Educativo y de sus distintas variables, mantuviese los logros alcanzados, encarase con rigor los nuevos problemas, y tuviese en cuenta las bases que favorecen el éxito de otros sistemas educativos, siempre desde el fin último de la Educación declarado en la Constitución: el pleno desarrollo de la personalidad humana, teniendo en cuenta el contexto democrático de derechos y libertades anteriormente reflejadas. En la Comunidad educativa teníamos la esperanza de que los anteriores criterios debían estar por encima de las luchas de intereses que, ajenos al fin de la Educación, pudieran tener los distintos sectores implicados. Pero el consenso que se alcanzó fue el mínimo para poder aprobarla y el terreno de debate estuvo finalmente más relacionado con estos intereses. Así, aunque asistimos a un intento inicial de nueva apertura y reconducción de las restricciones establecidas por su antecesora, el proceso de debate se fue cerrando y se impuso un texto complejo, cargado de ambigüedad y carente de la imprescindible concreción que hubiesen permitido constatar muchos de los grandes principios manifestados.
Esta Ley expresa, como fin de la Educación, el pleno desarrollo de la personalidad y de las capacidades del alumnado y resalta un elemento curricular nuevo, el de competencias básicas; sin embargo sigue priorizando contenidos más relacionados con el mercado de trabajo que con el deseo expresado. Tampoco define ese nuevo elemento curricular que queda así, relegado, a la interpretación y favorece que se entienda como un elemento más a añadir en ese currículum sobrecargado, en lugar del concepto de catalizador, dinamizador del aprendizaje y globalizador que podría representar. No afronta el tema de la exclusión de la religión en el currículo, al tiempo que abre la puerta a la incertidumbre acerca de qué podrá realizar el alumnado que no la curse.
Pretende recuperar y defender el concepto de lo público, al tiempo que reconoce que este servicio puede ser ofrecido también por la iniciativa social y concreta más que ninguna otra los mecanismos para el desarrollo de conciertos y convenios, extendiéndolos masivamente a niveles y etapas que no los contemplaban apenas.
Es, por otro lado, la Ley que más defiende la integración educativa, haciéndola evolucionar hasta resaltar, como principio de la misma, el de Inclusión. Sin embargo no aporta en su texto una sola concreción que permita desarrollar con cierta garantía los principios de las Escuelas Inclusivas; tampoco queda definido lo que entiende por Inclusión. Reequilibra el tratamiento dado a las Necesidades Específicas de Apoyo Educativo, nueva denominación, pero no cimenta una red de orientación que pueda ser desarrollada en las diferentes comunidades con cierta garantía de equidad para todo el territorio.
Es la Ley que vuelve a rescatar la importancia de la Educación Infantil y, sin embargo, sentencia la división de sus ciclos y condena al primero de ellos a su dispersión total pues remite a las Administraciones su regulación absoluta, tanto de currículum como de requisitos de los centros, discriminándolo respecto a lo consensuado como necesario para el resto de etapas y niveles educativos. Abre la puerta a la rebaja de los requisitos de los centros que impartan sólo un tramo de este primer ciclo y a una red doble de centros, educativos y no educativos, para la edad de 0-3 años.
Rescata principios fundamentales de autonomía pedagógica y organizativa de los centros, pero mantiene la elección externa de su director, a pesar de que la comisión responsable esté formada en dos tercios por la Comunidad educativa. Permite también que el titular de un centro concertado sea quien disponga el proyecto educativo del mismo, proyecto cuya aceptación es indispensable para ser admitido como alumnado.
Constituye así un intento de buena voluntad cuyos planteamientos iniciales fueron perdiéndose en su proceso de desarrollo pero también un terreno abonado para la aparición de las enormes diferencias de interpretación que se han concretado, ahora sí, en los desarrollos autonómicos, algunos de los cuales son susceptibles de conculcar, implícita o explícitamente, incluso derechos constitucionales establecidos.
Después de este itinerario legislativo de la Educación podría concluirse que seguimos con grandes problemas educativos a la espera de una solución que la última Ley no ha ofrecido, aunque lo haya intentado. Constatamos que uno de los aspectos más importantes para el desarrollo de un país se ha convertido en arma arrojadiza de unos grupos contra otros, sin el menor recato, ¿o podríamos decir respeto? por los ciudadanos y ciudadanos a quienes van dirigidos. El hecho de que esto suponga nada menos que el futuro de las generaciones actuales no ha tenido la fuerza suficiente para poner cordura entre los legisladores, tampoco ahora.
Quizá es tiempo aún de ir reconduciendo algunos de sus aspectos mediante desarrollos y modificaciones, aunque para ello sería preciso que los gobiernos escuchasen algo más a aquellos para quienes diseñan las Leyes, especialmente en este caso las educativas.